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En lucha contra el pasado

El proceso contradictorio emprendido por la fuerza disipativa de la entropía y su contraria, la neguentropía, ha biselado un modelo evolutivo de la mente humana donde cualquiera puede divisar un estadio de preocupante inestabilidad psíquica.
Fundamentalmente, la clase política que se reclama progresista —dada la impotencia que manifiesta para cambiar la sociedad presente, y de ofrecer alternativas razonadas de futuro—, se decanta, cada vez con mayor fruición, hacia la incoación de procesos de revisión histórica. Por eso, asistimos, más o menos incrédulos, a los actos de condena de instituciones autoritarias y de dictadores resucitados de pasados remotos, así como al desagravio hacia sus víctimas.
Tan fuerte es el alud de esta energía involucionista, que la Iglesia Católica se ha contagiado de esta moda impugnadora del pasado, de forma que ha llegado a pedir perdón públicamente por la condena recaída —¡en el siglo XVII!— contra GALILEO GALILEI, así como por otros agravios históricos que han sido re-pasados.
Desde entonces hacia el hito (revisionista) histórica más próxima: el magnificente espectáculo audiovisual del traslado en helicóptero de las Fuerzas Armadas Españolas del cadáver de FRANCISCO FRANCO, desde el Valle de Los Caídos hasta el cementerio de Mingorrubio, en vivo y en directo. Lo cual demuestra que resulta mucho más cómodo y sencillo exhumar la momia de un dictador, que luchar —con el peligro de perder la libertad o la vida— contra su régimen opresor durante su dura vigencia. Al fin y al cabo, un acto de mera catarsis político-social para paliar la vergüenza colectiva de que El Generalísimo murió en la cama, de muerte natural, a resultas de que la fuerza de la represión fue más fuerte que la fuerza de la resistencia a ella.
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Es decir, se está imponiendo la moda política de re-visitar los hechos y actuaciones humanas del pasado con ojos contemporáneos (hasta se han llegado a editar nuevas versiones de cuentos infantiles cuyo contenido no se considera apto para los nuevos cánones ideológicos), sin tener en cuenta los condicionantes históricos que modelaron la mente de nuestros antepasados, tal como nuestra época nos impele a ser como somos y a actuar de la manera en que lo hacemos: de una forma que las futuras generaciones no acabarán de entender (del todo).
Constituidos los humanos como objetos neguentrópicos, nuestra conciencia, a la vez que permite reconocernos como sujetos, está poco capacitada para apreciar el inexorable paso de la flecha del tiempo unidireccional. Porque, la flecha del tiempo nos señala que la vuelta a su punto de origen ya no es posible: la jarra que se rompe ya no puede volver a su estado original. No sirve de nada sublevarse por la decantación en el presente de todos los des-perfectos sociales del pasado. El pasado nos ha construido como personas y, a la vez, tan solo es un dato que nos tiene que servir para realizar las mejores prospecciones, a fin de encarar el siempre incierto futuro. El pasado, pasado está.
En sentido contrario, el ser humano eleva algunos hechos históricos a la categoría de hitos sentimentales colectivos, lo que genera una resistencia ideológica a interiorizarlos como meras improntas puntuales de la larga y compleja trayectoria de nuestra especie, a través de las eras-mundo que colonizaron los diferentes presentes —ya preteridos— de nuestra evolución.
Porque, con el anhelo humano de actualizar pasados —o preterir presentes— han ido configurándose las características propias de nuestros avances sociedades. No obstante, en vez de asumir como un todo indivisible los distintos estadios de la Historia, erigimos monumentos, rendimos homenajes a figuras representativas de un pasado reivindicado que, a la vez, pueden ser negación de otro pasado, no tan reivindicado: conquistadores militares que instauraron nuevos reinos y civilizaciones contra fuerzas hegemónicas antecedentes; artistas e intelectuales que sobresalieron para superar los paradigmas mentales dominantes en el pasado, tal vez todavía presente en sus vidas.
No obstante, como sucede en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea que nos ha tocado vivir, en la mente del humano moderno se ha disparado la velocidad y, por eso, se ha multiplicado también la energía (e = m.c2, según EINSTEIN), del trabajo de revisión de los hitos y de las figuras históricas, a la luz de los valores de la sociedad actual. Y así es como la lucha de clases ha devenido lucha de frases, en busca del Paraíso… ¡ya perdido!
Entre los movimientos populistas, progresistas y de izquierdas de Cataluña, Valencia y Las Islas Baleares, ha arraigado el eslogan «Res a celebrar» (Nada que celebrar), referido a efemérides de victorias y conquistas, como por ejemplo el 12 de octubre (Día de la Hispanidad, por la llegada de Colón a América) y el 9 de octubre (Día de la Comunidad Valenciana, donde se celebra la entrada del rey Jaime I en València, hecho que se considera como la fecha de nacimiento del pueblo valenciano). Con la mentalidad de habitantes del siglo XXI, se condenan estos hechos históricos porque con ellos se ejerció la violencia contra la gente que habitaba esas tierras antes de llegar los conquistadores repartiendo varapalos a diestro y siniestro. Es decir, como la gran mayoría de las actuaciones de nuestra especie en el pasado. En cambio, sí que se da el visto bueno a celebrar con entusiasmo las derrotas de los bandos políticos con los cuales se sienten identificados: 11 de septiembre, 25 de abril… que tuvieron como consecuencia la pérdida de los fueros de los territorios de la Corona de Aragón.
Por mucho que nos pese, la energía vital de nuestra especie no solo ha sido determinada por los actos de bondad de nuestros congéneres, sino también por las actuaciones que hemos llegado a considerar como las más atroces, cometidas en nombre de las más peregrinas creencias, por los más sanguinarios individuos de entre los humanos. Los actos de heroísmo y compasión, el arte generado por los ideales religiosos —que tanto admiramos colectivamente, como los disfrutamos personalmente—, son inextricables del vandalismo y el dolor causados por las guerras de religión y de conquista, el etnocidio y la explotación de nuestros congéneres del pasado.
¡Actuamos tan inconscientemente a la hora de reivindicar a los buenos y de condenar a los malos!… No nos damos cuenta de que, tanto los unos como los otros, conforman el eco de la voz atronadora que clama en el desierto de las ideas, por la ambivalencia moral de nuestra condición de humanos.
Las celebraciones tradicionales —sobre hechos históricos siempre creados con claroscuros— nos tendrían que servir de apoyo para reafirmarnos como seres humanos arraigados en una tierra y una cultura propias, como atalaya desde la cual procurar extender la alegría y el bienestar entre los individuos de nuestra especie. Consiguientemente, tendremos que procurar ser mejores en el presente y garantizar un futuro más prometedor y solidario para nuestros descendentes, y ―eso sí― tendremos que sacar las consecuencias morales que se derivan de todos los hechos que construyen nuestra historia, pero evitando una re-visión histórica desde los conocimientos y los valores imperantes en nuestro tiempo presente.
Así, pues: ¿nada que celebrar?… Por favor, ¡que la fiesta continúe!…

(De mi libro Son de voces, eco de la entropía, págs. 169-172, Letrame Editorial, 2020).