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La izquierda ante el capitalismo

 

Pocos lo ponen en duda: el sistema capitalista, allá donde va, triunfa.
Sin ir más lejos -en España-, José Luis Rodríguez Zapatero, el Presidente del Gobierno más izquierdista de la democracia española, congeló las pensiones, recortó el salario de los funcionarios, y reformó el art. 135 de la Constitución española, al objeto de introducir el principio de estabilidad financiera para limitar el déficit, tras el toque de atención que le enviaron Barack Obama, Angela Merckel y -dicen- hasta el Presidente de China.

Al otro lado del Mediterráneo, el también izquierdista Alexis Tsipras, Primer Ministro de Grecia , tuvo que acatar las condiciones impuestas por la Troika, tras ganar un referéndum donde el pueblo griego dijo «NO» a la propuesta restrictiva de la Unión Europea (UE). En defnitiva, Jean-Claude Jüncker -como Presidente de la Comisión Europea– cogió de la manita a Tsipras… y Grecia acabó por ajustar su economía a los principios que rigen el sistema capitalista vigente, dentro del marco político de la Europa que aquella concibió en la Antigüedad.
A pesar de las crisis cíclicas y sistémicas que ha sufrido, la ideología capitalista se ha instalado en la organización de las sociedades y en las redes neuronales del cerebro humano y, por ello, ha sido capaz de implantar su lógica como la realidad inmutable con la que hay que contar y a la que hay que adaptarse si se quiere conseguir algo positivo en la vida.
Como animales racionales que decimos ser los humanos, nos planteamos el porqué del éxito del capitalismo y muchas han sido las teorías que se han desarrollado al respecto. Una de tantas de las razones triunfadoras podría residir en que el fundamento lógico del sistema se asienta firmemente sobre el instinto básico de predación de la especie humana (ley de supervivencia de los mejor adaptados a la evolución), el cual llega a inscribirse con letras de oro en las sagradas escrituras (“…y manden en los peces del mar y en las aves del cielo…») y termina por instalarse cómodamente en las leyes (escritas y no escritas) del funcionamiento del mercado, del que se predica su capacidad para la creación de bienestar social y la generación de libertad que le es inherente.
Y esta hegemonía es tan aplastante que ya se ha producido la erradicación del sistema comunista sobre el mapa planetario, en tanto que antagónico del capitalista, incluso con la desintegración del Estado más grande de la Tierra (la URSS) que daba sustento a aquél.
También es rotunda la victoria del capitalismo porque ha domeñado sibilínamente a los agentes que en teoría deberían actuar, desde el interior, como contrarios al mantenimiento del sistema. Dicho de otra manera, partidos socialistas, sindicatos… se han limitado a reconocer el cuadro de valores inmutables del régimen y a jugar el juego que dicta la lógica del moderno Gran Leviatán. Hasta Podemos -partido emergente en el que se habían depositado muchas esperanzas de cambio radical- ha ido adaptando sus propuestas al marco inmutable del sistema, conforme iban tocando tierra sus ideales fundadores.
Así, ante la falta de visiones ideológicas realmente contrapuestas, la lucha de los partidos por el poder se ciñe a resaltar las diferencias con el contrario a través de políticas de imagen y a vender en el mercado electoral supuestas alternativas programáticas, que tan solo suponen una discrepancia en pequeños porcentajes de inversión en partidas presupuestarias socialmente sensibles, como es el caso de las áreas de bienestar social o empleo (mejor: subsidios al desempleo). Con ello intentan aquietar las conciencias pseudorrevolucionarias que hace tiempo han borrado de sus mentes cualquier atisbo de verdadera revolución social. Mientras, la falta de un proyecto alternativo serio se salda con unas políticas parciales y, en su mayoría, erráticas.

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(Graffiti de DEIH en la calle de Na Jordana, Valencia)

Mientras, la espiral de la desigualdad social recorre el mundo impulsada por la predación descontrolada de los agentes del sistema capitalista, con los cuales acabamos por colaborar todos: unos (los capitalistas) persiguiendo más beneficios; otros (los asalariados) reivindicando mayores retribuciones; unos y otros, consumiendo los bienes y servicios que ofrece el sistema, aunque sea a fuerza de endeudarse hasta las cejas.
Todos, en definitiva, creemos asistir como meros espectadores a esa guerra silenciosa, casi anónima, pero realmente cruenta, que se desarrolla a lo largo y ancho de los confines de la Tierra, aunque nuestros gestos cotidianos nutren la lógica del sistema.
El tiempo dirá si dentro de los parámetros del sistema actual cabe un cambio hacia un capitalismo “de rostro humano”, en el que la voracidad consustancial al yo individual y colectivo, pueda ser temperada por el sentimiento de compasión hacia el prójimo y de respeto hacia la Naturaleza, o si, por el contrario, el instinto predador de cada sujeto solo puede conducirnos hacia el capitalismo más y más “salvaje”, al cual algunas mentes justicieras pretendan oponer un orden económico y social diferente.
Mas, para poder dilucidar los caminos futuros de nuestra sociedad, es necesario que cesen de una vez por todas las funciones del circo ideológico y del teatro de las variedades políticas, donde día tras día los actores profesionales del cuadro de políticos e ideólogos representan su papel (en el fondo el mismo aunque disfrazado de máscaras diferentes) y tratan de confundir nuestras mentes con juegos de malabarismo dialéctico, siguiendo los dictados de un sencillo guión escrito por los agentes económicos y financieros que rigen los destinos de los capitales y de las personas.

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(Graffiti de Julieta en el Centro Histórico de Valencia)

A la hora de la verdad, habrá que bajar la política a la arena de la seriedad, allá donde se plante batalla a pecho descubierto a la bestia negra del yo desatado. Y habrá que decir las cosas por su nombre. Y se tendrá que discrepar en aquello en lo que realmente no se esté de acuerdo. Pero, fundamentalmente, deberemos intentar el logro de consensos en las materias que sean más significativas para el buen desarrollo de toda la Humanidad, porque, ciertamente, sin un consenso guiado por la buena fe es difícil pensar en un cambio social radical y, al mismo tiempo, no violento.