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Predación-compasión

Es evidente que el instinto predador está inscrito en los genes de los seres humanos, como animales que somos. La compasión, en cambio, es una actitud ancestral adquirida y que algunos paleontólogos han querido ver como signo distintivo de nuestra especie, respecto de las especies animales que le han precedido en la senda de la evolución, junto con la realización de ritos de reverencia hacia la muerte, tal vez origen o correlato del sentimiento religioso.

Sabemos que el sentimiento de compasión raramente existe fuera de la psicología del ser humano: el animal salvaje que puede matar a un retoño indefenso de otra especie (para alimentarse) o de la misma especie (para imponer sus genes en la manada), lo hace sin piedad y sin ningún tipo de remordimiento por esa acción que los humanos categorizamos como ‘cruel’, ya que el animal no hace más que seguir los dictados de sus instintos naturales, los cuales delimitan su horizonte psíquico y vital.

Al parecer, la compasión se genera en la psiquis de la especie humana como un factor inhibidor de ciertos instintos, a partir del cual se fundan los sentimientos y los principios ideológicos de la religión y de su ética conexa, «Amarás al prójimo como a ti mismo», «no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti», son lemas que, con distintas variantes lingüísticas, impregnan el ‘corpus’ de la mayoría de las religiones.

Por ello, depredación y compasión son las dos caras de la misma moneda en la naturaleza de la especie humana y suponen impulsos contrapuestos que dirigen el devenir de nuestra especie. No sería correcto, por seguir dictados racionales o irracionales, decantarse por la importancia de uno de los dos factores al objeto de minusvalorar o intentar hacer desaparecer al otro de la vida de los humanos. Sucede que cada una de las actitudes (predadora o compasiva) se manifiesta en ámbitos sociales diferentes: la compasión suele encontrarse circunscrita en los espacios más íntimos, familiares y cercanos; la depredación es más fácil que se manifieste dentro de los ámbitos sociales más alejados del círculo íntimo del individuo concreto, distancia vital que ha sido drásticamente reducida por la presencia y la actividad de los medios de comunicación y de las redes sociales.

A ojos del ciudadano contemporáneo, puede parecer que la moral y la religión apuestan por una compasión de amplio espectro que abrace en su bondad a toda la especie humana. Y así sucede, sin duda, en momentos puntuales en los que se difunde por doquier (ahora, a través de los Rayos Catódicos y del Imperio Internet) la existencia de cualquier catástrofe que afecte a naciones o regiones enteras: en esos momentos se movilizan las energías de millones de seres humanos para intentar paliar los daños producidos a miembros de nuestra especie, aunque se encuentren en el otro extremo del planeta (la distancia espacial sensible a la reacción depende de la distancia y el tiempo en los que pueden accionar o reaccionar los medios de comunicación disponibles en el momento histórico concreto. Hoy en día el espacio sensible es todo el planeta y el tiempo de reacción es el mismo instante, ‘en tiempo real’ que diría un informático.

Sin embargo, observamos cómo en la sociedad humana proliferan los conflictos inter-personales, inter-étnicos, e incluso las guerras inter-nacionales, ¿Dónde se esconde la compasión en estos casos? En estos supuestos conflictivos la energía que irradia el yo amenaza con superar cualquier contrapeso anti-instintivo y romper el equilibrio entre las fuerzas racionales e instintivas, a favor de estas.

El hombre (enajenado de la Naturaleza) segmenta su psique a la hora de afrontar su relación con el mundo exterior. La persona es el núcleo principal alrededor del cual se construyen los ámbitos instintivos y familiares; los sentimientos positivos de pertenencia a su grupo generan la idea de patria que puede cristalizar, a su vez, en un sentimiento profundo de identidad nacional, A partir de este personal y comunitario, donde PARSONS hace reinar los sentimientos de afectividad y adscripción, se levanta la impersonal frontera donde comienza el territorio en el que se juega, en sociedad, con la neutralidad afectiva y los valores adquisitivos en lugar de los identitarios.

De nuestras experiencias vitales podemos deducir que la compasión configura al «prójimo» en tanto que «próximo» (sentido de comunidad) y deja al resto de congéneres en manos (y dientes) del instinto predador. Así ha sucedido incluso en la mayoría de (por no decir todas) las religiones donde rara ha sido la existencia de un sentido de compasión ecuménica y, en cambio, ha predominado a través de los tiempos la separación radical entre creyentes (los nuestros, los buenos), herejes e infieles (los otros, los malos… los enemigos), dentro de una dialéctica histórica entre acción evangelizadora y guerra santa contra los no conversos.

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Al fin, comprobamos que la compasión queda relegada a la ‘responsabilidad’ de determinadas personas ‘especializadas’ en dicho menester (religiosos, misioneros, voluntarios…) y en actos aislados de caridad, limitados a la atención sobre gente desafortunada que merodea por nuestra comunidad y perturba la feliz y armónica dicha de nuestros apacibles y bien surtidos hogares. Con ello, el ser humano se declara ‘inocente’ de esa especie de omisión homicida y se limita a asistir impertérrito al espectáculo virtual de la miseria de sus congéneres, desde el aislamiento de su celda hogareña.

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No obstante, en el supuesto de desear persistir en efectuar un hipotético reparto de responsabilidades sociales, habría que configurar una pirámide en cuya cúspide se instalarían los sujetos que dirigen los gobiernos de los países hegemónicos, los dirigentes de la religiones mayoritarias, los ejecutivos de las empresas transnacionales y los gestores y ejecutores de la política de los medios de comunicación: unos son los responsables de las decisiones que ‘enriquecen’ el acervo ideológico, político y económico del sistema, mientras los periodistas y publicistas se encargan, por un lado, de facilitar los canales de comunicación adecuados para la propagación del mensaje social favorable a los intereses del capital, y por otra parte, conducen la mente de los humanos hacia entretenimientos que distraen a los miembros de nuestra especie de los problemas del conjunto de la misma.

Aunque nos declaremos incompetentes para emitir un veredicto sobre si las acciones de los humanos se realizan mediante ‘omisión’, ‘dolo’, ‘culpa, o ‘simple imprudencia’, deberíamos dejar constancia de cómo unas personas prestan su mano para la perpetración del ‘crimen’, otros actúan como cómplices o encubridores del mismo, a la vez que la inmensa mayoría permanecemos como testigos, más o menos pasivos, de las tropelías cometidas contra la Humanidad y la vida en el planeta Tierra.

(De mi libro ‘Son de voces, eco de la entropía’, Letrame Editorial, 2020)

Ilustración: ‘Annuntation’, Sonia Carballo, 2019